Caretas fuera. La rivalidad es uno de los motores en la excelencia del rendimiento deportivo. Y si esa rivalidad se adereza con algún pecado capital, como la envidia o la ira, el cóctel aumenta exponencialmente. Se puede rendir más odiando que sin odiar. Está en la condición humana.
Jordan Díaz ganó el campeonato de Europa de triple salto porque es un atleta exquisito y porque tiene entre ceja y ceja a su gran rival, el cubano/portugués Pedro Pichardo. Se detestan. Casi llegan a las manos. Jordan reconoció que su misión en el Europeo era ganar a Pichardo aunque fuera por un centímetro. Lo consiguió por bastantes más. Acaso ese fue uno de los motivos para no intentar un último salto. Estaba en estado de gracia, podría haber atacado el récord del mundo... pero ya había ganado a Pichardo. La llama que le había llevado a volar en el foso se había apagado. Se quedó sin el combustible que a veces ofrece una mala relación.
La pelea siguió ayer, con Pichardo poniendo en duda la validez del salto de Jordan, con teorías conspiranoicas que sugerían errores en la medición. También hubo 'carita' en la entrega de medallas. Volvamos a quitarnos las caretas: esta rivalidad será uno de los atractivos en los Juegos de París. Seguramente será lo más alejado del manido espíritu olímpico, pero el aficionado va a estar pendiente de estos dos tipos porque a todos nos gusta ver un buen salto pero también una rivalidad malsana, con sus villanos, sus piques y sus bajas pasiones. Somos así.
Y, otra vez con las caretas fueras, no es malo ni para el atletismo ni para el triple salto. Se han dado muchas vueltas sobre cómo hacer más atractivo el programa del atletismo. He aquí una fórmula que no falla nunca: dos deportistas dando lo mejor de sí mismos con un añadido: ninguno le dejaría las llaves de su piso al otro, por decir algo. Ojalá sean capaces de llevar su pique hasta más allá de los 18.29 de Jonathan Edwards. El odio mueve montañas.
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