A principios de los años 90 del siglo pasado, en el tenis español la primacía correspondía al tenis femenino, a hombros de unas Arantxa Sánchez Vicario y Conchita Martínez que luchaban con y entre las líderes del circuito, Graf, Seles, Sabatini y Navratilova, y aspiraban a los Grand Slam. El masculino, dentro de la 'lógica' del todo o nada, quedaba en muy segundo plano, pese a que Emilio Sánchez Vicario había sido en 1990 'top ten' y jugado el Masters y un joven larguirucho llamado Sergi Bruguera llegaba llamando la atención.
En un mundo en el que muchas veces los tópicos hacían innecesarios confrontarlos con la realidad, se consideraba que el tenista español era mediano, competente sobre tierra batida, que en pista dura jugaba cuando no tenía más remedio, que en sintética bastante hacía con no resbalar y que la hierba era para las vacas. Todo ello trufado de incesantes conflictos entre esos mismos jugadores por un quítame allá un puesto en una exhibición, o en un equipo de Copa Davis que rara vez ganaba dos partidos seguidos. Un panorama, como vemos, poco atractivo.
Y sin embargo, había más vida bajo tan gris decorado: no sólo porque chavales apellidados Berasategui, Corretja, Costa o Moyá jugaban sus primeros torneos de formación, sino porque nuestros jugadores no eran, por así decirlo, tan malos: ganaban torneos con regularidad, Emilio Sánchez y Bruguera gozaban de respeto en el circuito y el propio Emilio y Casal formaban una de las mejores parejas de dobles del mundo, como sabemos. Así, cuando se hacía el recuento de medallas posibles en las fechas previas a los Juegos, siempre se daba como muy probable una del dúo y, quizá de uno o dos de los individuales.
El tercero no contaba. Jordi Arrese Castañé era uno más de esos jugadores grises, sin gran palmarés ni imagen pública: cuando llegaron las fechas olímpicas su palmarés comprendía cuatro torneos medianos: San Remo, Praga, Madrid y Buzios. Los dos últimos, logrados en 1991, le dieron el empujón necesario para ser el tercer tenista español con plaza cuando se cerró el ránking olímpico. Y a diferencia de otros jugadores, a él sí le hacía una ilusión inmensa: no había jugado tantas veces en su ciudad, ante su público, de forma que hacerlo en unos Juegos Olímpicos semejaba algo así como la culminación de sus sueños. Además, la pista y el calor que se esperaba, con el añadido de que la Federación Internacional de Tenis tuvo la ocurrencia de hacer jugar a cinco sets en esas condiciones, le favorecían. Y se aplicó a una preparación específica dejando incluso de lado sus compromisos en el circuito ATP.
Pero entre el cierre del ranking y el inicio de los Juegos pasaron varios meses: en ese plazo Jordi entró en crisis de resultados y otro tenista, Carlos Costa, lo hizo en una excelente rachaque le llevó al puesto 10 del mundo y, entre otros éxitos, a ganar el prestigioso título de Roma un par de meses antes de la cita olímpica. Y sucedió que se abrió una campaña para meter en el equipo a Costa, que al fin y al cabo era el número uno español, y sacar a Jordi Arrese, que al fin y al cabo iba de relleno. En tan incómodo contexto los únicos que mantuvieron la elegancia fueron los tenistas: Jordi calló, jugó y entrenó. Carlos dijo que la plaza era de Jordi y si no renunciaba, él ni la pediría ni la aceptaría.
Y ya para animar un poco más la cosa, sucedió que los patrocinadores de ropa deportiva de varios de los 'top' amenazaron con no dejarlos jugar puesto que durante los Juegos deberían vestir el uniforme prescrito por el Comité Oímpico Español, de marca Kelme, y ellos tenían la exclusiva absoluta de sus jugadores en todas las competiciones. En efecto, razones había para no querer mirar demasiado a aquel tenis masculino.
El remate fue que como Jordi no renunció, cuando llegó al centro de tenis del Val d'Hebrón para hacer frente, en una pista secundaria, a su primer compromiso con el coreano Eui-Jong Chang (solventado por 6-4, 6-2 y 6-2), no le habían preparado el uniforme reglamentario: jugó con el de siempre, con el que había estado jugando hasta dos días antes en Hilversum, tapando la marca con un esparadrapo. Al borde de la pista estaba Carlos Costa, que fue el primero en felicitarle.
Y lo que son las cosas: el patito feo del equipo fue al final el protagonista. Un dramático partido a cinco sets ante el sueco Gustafsson, resuelto por 9-7 en la quinta manga, le dio el pase a octavos de final. En esa misma ronda a Bruguera se le atragantó el holandés Koevermans y echó a rodar sus opciones a base de dejadas una y otra vez falladas. Pudo luego Jordi con el italiano Furlan, y en su partido de cuartos ante el mexicano Lavalle (6-1, 7-6, 6-1) ya se pudo escuchar en la grada el grito de "Jordi Medalla" y a él el gesto de unir sobre su pecho el pulgar y el índice, que quedarían como símbolo de su actuación.
El bronce que ya había ganado el patito feo del equipo español se convirtió al menos en plata venciendo al ruso Cherkasov por 6-4, 7-6, 3-6 y 6-3 y, tras toda la incertidumbre y hasta desprecios anteriores, se comenzó a vestir de oro a Jordi porque su rival en la final, el suizo Marc Rosset, un jugador grandón, gran sacador, pero con fama de indolente, era de su nivel y seguramente acusaría el desgaste de un torneo tan exigente como el olímpico. Pero una vez más, esos análisis no reparaban en que Marc estaba en la final, que para él había hecho tanto calor como para los demás, y que entre sus víctimas estaban Ivanisevic, el número uno Courier y el propio Emilio Sánchez.
Jordi dio la cara y mucho más pero perdió. Tal vez la suya fuera la final más épica de los Juegos junto a la del equipo de waterpolo: se prolongó durante cinco horas. Jordi se vio dos sets abajo: 7-6, 6-4. Igualó el marcador con un 6-3 y 6-4 pero cuando en la quinta manga pareció -y así era- que él estaba en alza mientras su rival se venía abajo -falso- se vio con un 4-1 abajo.
Sacó fuerzas de alguna parte para igualar de nuevo el marcador, llevando el partido a un punto en el que lo perdería el primero que flaquease. Fue él, que cedió el servicio y el set definitivo por 8-6 mientras Rosset caía, extenuado, en la pista cuan largo era. Improbable campeón el suizo, improbable finalista el catalán, pero pocos en el tenis se habían trabajado su medalla más y mejor que Jordi Arrese.