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Joseph J Mascuch fue un empresario norteamericano nacido a finales del S XIX y residente en Nueva Jersey (Estados Unidos) al que le fueron muy bien los negocios. Hasta aquí, podríamos decir que todo entra dentro de la normalidad. Pero no te hablamos de él por cómo amasó su fortuna (que tampoco le situó como uno de los norteamericanos más ricos del momento), sino más bien por cómo la gastaba. O, al menos, por cómo se la gastó en un coche.
Mascuch quiso darse el capricho de comprarse un Rolls-Royce a mediados de los años 50. Sin embargo sucede que a los millonarios que llevan ya mucho tiempo siéndolo en ocasiones no les basta con el lujo, sino que quieren que además sea exclusivo, algo que solo tengan ellos. Así, se puso en o con el carrocero Alfredo Vignale, en Italia, y le pidió una creación única sobre la base del Rolls-Royce Silver Wraith.
Diseño futurista
Vignale adquirió para ello el chasis LCLW14 (es decir, el coche a excepción de la carrocería y el interior) y creó un coche que a nuestro juicio resulta menos agraciado que el Silver Wraith que vendía Rolls-Royce, aunque indiscutiblemente mucho más futurista. Por delante recordaba más bien a un modelo americano, y la trasera incluía una luna con la inclinación invertida que, además, tenía la posibilidad de bajarse.
Pero lo más llamativo no fue tanto el diseño del coche como las peticiones que Mascuch hizo a Vignale. En primer lugar, la estatuilla que corona el radiador tenía que estar arrodillada, algo que en Rolls-Royce solían reservar a los coches que entregaban a reyes y jefes de Estado. Además, pidió que el bloque del motor se lo pintaran en verde y cromaran algunos tubos que en el Rolls original venían sin ningún tipo de decoración.
Nevera, teléfono...
Además, el confort debía hacer posible que Mascuch estuviera a gusto en todas las situaciones posibles: si quería beber, contaba para ello con una pequeña nevera en la que enfriar una botella de champán. Si tenía que hacer una llamada urgente, contaba para ello con un teléfono alojado en la parte izquierda de la segunda fila de asientos.
También podía ver su programa de televisión favorito gracias a una pantalla alojada en un lujoso mueble de madera. Pero lo más llamativo era que pidió el coche con inodoro porque no quería 'sufrir' cuando le entrara una urgencia fisiológica. Y no le valía un inodoro cualquiera, ya que pidió que estuviera chapado en oro... Qué menos, para sus ilustres posaderas.
El gran secreto
Vignale se lo solucionó mediante un sencillo sistema: la parte derecha de la banqueta se podía desmontar y entonces se descubría un inodoro oculto por cuyo hueco podía salir directo a la carretera todo lo que el empresario desahogara. Entendemos, por tanto, que para ello el millonario tendría que viajar sin acompañantes, y que sentiría poco pudor al bajarse los pantalones y realizar una acción tan íntima mientras su chófer, suponemos, levantaba la mampara de separación y seguía conduciendo sin atreverse a mover ni una ceja.
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