La actualidad deportiva vista a veces con pasión y a veces con escepticismo, pero siempre con cariño (al menos, con cariño hacia el pagano y el sufridor).
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Seguramente mis seis años en Porto son doce. Entrenar un grande envejece y mucho.
No me entra en la cabeza que para insultar o hacer de menos a alguien se le pueda llamar “payaso”. Haga reír o dé pena, el payaso oficia en una de las más nobles y benéficas profesiones que concebirse pueda, la de hacer reír a sus semejantes. Con un humor simple, directo, alejado casi siempre de la sofisticación de los socialmente mejor mirados ‘humoristas’. Payasos hay también que no buscan la risa, sino la emoción, el hacer pensar, el hacer sentir, y que a veces provocan hasta el llanto. Su mérito no es menor que el de los otros.
Mejores o peores, graciosos o no, a pocas personas no le despierta la visión de un payaso ese rincón de infancia que a veces nos queda en el corazón. Sin embargo, cuando nos hacemos mayores los despreciamos. Atribuimos su condición a quien vemos ridículo o fuera de lugar.
No alcanzo a comprender que “payaso” sirva como insulto. O qué mecanismo mental atribuye la palabra “payaso” o “payasada” a algo que nos parece ridículo (quizá la pérdida de la inocencia infantil, que permite ver las cosas sin maldad). Recuerdo a los hermanos Aragón, a ese Fofó con calle en Madrid y monumento en el Parque de Atracciones, Gaby y Miliki, los amigos de todos los niños de la generación de los 60-70. A los anteriores, Pompoff y Teddy, Charlie Rivel, los hermanos Ramper, Tortell Poltrona, los Payasos sin Fronteras, los chavales que se patean las plantas infantiles de los hospitales… Y para insultar, llaman payaso. Vale. Yo les reconozco que actúo al revés: desconfío de quien llama payaso a alguien con ánimo de insultarle o de calificarle de ridículo o desagradable.
Que esta expresión se haya empleado con profusión en las últimas jornadas en el escenario futbolístico indica, además, que el insulto está empezando a tomar carta de naturaleza como final lógico, aunque todos digan luego que ellos no han sido, sino que son víctimas y la culpa la tiene el otro, de un proceso de endurecimiento de declaraciones y alusiones a un rival que a veces parece más bien enemigo.
Hasta el momento la cosa parece bajo control: se queda en palabras y parece más bien parte del Gran Circo (poética de los hechos, ya ven) que es también el fútbol español. Pero no olvidemos que quien tan alegremente acusa y tan alegremente responde no lo hace sólo para gentes de su mismo mundo, para gentes profesionales que se juegan las lentejas pero saben que todos son iguales y hoy están aquí y mañana allí. También le escucha gente con extraños procesos mentales, cuyo honor hacen residir en sus colores, y ven lícito defenderlos a palos. No es tan raro: ya saben que cuando alguien se envuelve en una bandera y vocifera lo que sea, no suele faltar gente que le siga. Ya dicen que la patria y la bandera son el último refugio de los canallas, y la historia nos da ejemplos. A veces vuelan piedras. A veces llueven bofetadas. El otro día hubo un extraño, confuso y pequeño incidente y a nadie le extrañó lo más mínimo que pudiera tratarse de una agresión... Hubo quien ni lo dudó.
Bajemos el nivel. Ojalá no lleguemos nunca al nivel de las barras bravas y similares. Pero si tal cosa sucediera, ya verían la cadena de lavados de manos que tendrían lugar a todos los niveles. Si eso, Dios no lo quiera, ocurriera, les pido un favor: no les llamen payasos.
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