Este martes se cumplen 30 años de una de las gestas más icónicas y controvertidas del alpinismo moderno. El 13 de mayo de 1995, la británica Alison Hargreaves alcanzó la cima del Everest (8.848 m) sin oxígeno suplementario, sin porteadores de altura ni ayuda externa. Fue la primera mujer en hacerlo bajo esas condiciones. Una hazaña ya de por sí excepcional que en su caso adquiría una dimensión aún mayor: era madre de dos hijos pequeños. Apenas tres meses después, el 13 de agosto, Hargreaves perdería la vida durante el descenso del K2 (8.611 m), la que muchos consideran montaña más peligrosa del mundo. Tenía 33 años.
Alison no era una desconocida para la comunidad alpina. Había forjado su reputación con ascensiones en solitario a las seis caras norte más difíciles de los Alpes en una sola temporada, incluida la del Eiger (3.967 m). Pero su ascensión al Everest sin oxígeno fue lo que la catapultó al estatus de leyenda, colocándola en una categoría ocupada por muy pocos alpinistas y aún menos mujeres.
Tras el éxito en el Everest, su objetivo era coronar las tres cumbres más altas del mundo —Everest, K2 y Kangchenjunga (8.586 m)— en una misma temporada. En agosto, se encontraba en la segunda parte de esa aventura, intentando el K2. Logró la cima junto a otros seis alpinistas, pero una violenta tormenta atrapó al grupo durante el descenso. Todos murieron.
Consternación y polémica
Su muerte provocó una ola de consternación, pero también desató una agria polémica que ha perdurado durante años. A diferencia de muchos alpinistas varones que habían dejado hijos pequeños atrás para enfrentarse a los peligros de la alta montaña, a Hargreaves se le reprochó con dureza haber asumido riesgos siendo madre. Los medios británicos la acusaron de “abandonar” a sus hijos por una mera ambición personal.
Si hubiera sido un hombre nadie hubiera dicho nada, se la juzgó con una severidad cruel
Su viudo, Jim Ballard, respondió entonces con amargura a esas críticas. “Si hubiese sido un hombre, nadie habría dicho nada. Pero como era madre, se la juzgó con una severidad cruel. Alison era una profesional. Escalaba porque era lo que amaba hacer. No era diferente a cualquier otro deportista de élite con familia”, declaró en una entrevista en 1996.
La polémica no terminó allí. Durante años, Ballard luchó por preservar el legado de Alison, criando a sus hijos, Tom y Kate, en un entorno marcado por la montaña. Tom heredó la pasión de su madre y se convirtió en uno de los escaladores más prometedores de su generación. Trágicamente, también él moriría en 2019 en el Nanga Parbat (8.126 m), a los 30 años, mientras intentaba una nueva ruta junto al italiano Daniele Nardi.
Nunca sentí que mi madre me hubiera abandonado, la montaña era parte de ella
Todo un legado
Kate, que era apenas una niña cuando su madre falleció, ha hablado en pocas ocasiones sobre su madre, pero lo ha hecho con respeto y iración. “Me la arrebataron muy pronto, pero nunca sentí que me hubiera abandonado. La montaña era parte de ella, como también lo era el amor por nosotros”, dijo en un documental emitido por la BBC en 2020.
Hoy, tres décadas después de aquella cumbre en el Everest, el legado de Alison Hargreaves sigue vivo. No solo por la gesta deportiva, sino también por haber abierto camino a generaciones de mujeres alpinistas, como nuestra Edurne Pasaban, que han demostrado que la maternidad y la aventura no tienen por qué ser excluyentes.
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