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El Real Madrid rozó anoche uno de los episodios más humillantes de su historia, y eso no es poca cosa. Nueve goles encajados ante el Barcelona en 180 minutos no solo reflejan una derrota abultada, sino que también evidencian una fractura en el ADN de un equipo que, durante años, se ha considerado inmune a la crisis. Y hoy, las miradas se centran en Carlo Ancelotti, cuya continuidad en el cargo parece más cuestionada que nunca. No ahora, pero sin duda, en junio. Lo comprendo, pero no se debe olvidar que lo de ayer no es solo una cuestión de entrenador. Es, fundamentalmente, una derrota de los jugadores.
Una derrota de aquellos que, al estar sobre el césped, se sintieron superiores, confiaron en que el partido se ganaría de manera automática, como si la historia del club fuera suficiente para garantizar el triunfo. Vinicius, Vinicius. Pero también es una derrota de aquellos que no están. Porque en un equipo que aspira a ser el mejor del mundo, lo que se ve es que dos de los cuatro defensas titulares no son defensas, son parches. Cumplen su papel, pero en las grandes noches, hacen agua.
Anoche, en Yeda, el Real Madrid estuvo al borde del abismo. El resultado de la Supercopa, lejos de ser un accidente, fue el reflejo de un equipo que no está a la altura de sus propios estándares. No es solo una derrota que pone en jaque a Ancelotti, sino que también pone en cuestión la solidez del proyecto en su conjunto. Las decisiones de despacho, el no fichar siempre y por decreto pensando que “siempre saldrá bien”, y la realidad de que no siempre es así. Ahora, en el mercado de fichajes, el club se enfrenta a un dilema: o gastar lo necesario para reforzar el equipo y recuperar la competitividad, o ceder a la tentación de la mediocridad, que es un lujo que el Madrid no puede permitirse.
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