Con la melena rubia, la cara de despistado, apareció por cuarta vez por el túnel con la parka hasta las pantorrillas mirando unas gradas que coreaban "León, León" para nadar una final olímpica. Para ganarla. Era un ambiente cargado de iones, una noche mágica, la sesión en la que hasta el presidente Emmanuel Macron se acercó a la piscina de La Defense Arena para asistir a la coronación del mejor nadador del momento. Verdaderamente, el momento hubiese merecido que un Jacques-Louis David moderno lo dibujara.
Fuera del estadio de rugby convertido en una bombonera acuática para 17.000 espectadores, se paralizó el atletismo, la esgrima, el boxeo, en baloncesto en Lille... Teddy Rinner, que es una institución, para su fortuna ya había ganado el cuarto oro -hazaña- cuando Marchand se zambulló. París estaba rendido al chico que hace tres años envió un correo electrónico al antiguo entrenador de Michael Phelps, Bob Bowman, para ver si le podía convertir en un gran nadador. El responsable ahora de los Longhorns en la Universidad de Texas, que parecía haber roto el molde con el de Baltimore ha perfilado otro nadador de época.
El último esfuerzo de Marchand, que no nada relevos lo que no le permite desafiar la colección de medallas de Phelps, que siempre recibió ayuda de sus pretorianos, fue el más sencillo, aunque igual de generosos que todos. Nadaba los 200 estilos, su prueba más genuina. Y la nadó de forma estruendosa. Volvió a batir otro récord olimpico de Phelps, que lejos de encelarse festeja cada hazaña del francés. Y se quedó a seis centésimas de la plusmarca de todos los tiempos de Ryan Lochte. Ganó en 1:54.06.
Shun Wang, el único que sobre el papel podía resistir su nado, hizo la espalda más rápida que el héroe por sólo siete centésimas. Y a partir de ahí comenzó el monólogo. Apoyado en un nado submarino más profundo que el resto de competidores, que apura hasta el metro 14 de los 15 reglamentarios, Marchand ya tomó las riendas de la prueba en la mariposa para afrontar la braza, los dos estilos en los que ha dominado en estos Juegos los 200. El estilo más lento se ha convertido en el preferido del público estos días. Cada vez que León sacaba la cabeza, el público coreaba un "Oé". Lo hizo 17 veces y tocó el bordillo 60 centésimas mejor que el récord mundial. En la vuelta, sacó más de un cuerpo a los demás. El récord se esfumó por poco.
El valor que tiene es que lo hizo casi en solitario. Las marcas tanto de Phelps (1:54.08) como Lochte sucedieron en un contexto atómico, los Mundiales de 2011, en el duelo más cerrado hasta donde alcanza la memoria. No hubo más de dos décimas entre ambos en ningún volteo. Se llevaron hasta el límite, que el francés reventará en cualquier momento.
El genial nadador se despide con cuatro oros individuales como sólo consiguieron Mark Spitz (1972) y Michael Phelps (5 en Pekín y 4 en Atenas), además de la alemana Kristin Otto (Seúl 88). Es el primer europeo que logra ser la estrella de unos Juegos Olímpicos desde Vitaly Scherbo en Barcelona 92, pero ahora, en tiempos donde la mercadotecnia ha cobrado mucho peso, su llegada supone una especie de Mesías de la Natación.
Todo cuanto aconteció antes y después quedó hecho fosfatina. Que el semirretirado McEvoy consiguiera el oro en 50; que Manaudou, en esa misma prueba fuera bronce y completase el palmarés de medallas, que Kaily McKeown, con el 200 espalda, repitiese el doblete de Tokio o que Dressel, que no subió al podio en el 50, minutos más tarde no entrase en la final de 100 mariposa -ni ningún estadoudinense en una prueba que ha tenido a Spitz, Biondi, Phelps, Crocker...- no trascenderá en los titulares. Son sólo cuatro letras L-E-O-N.