Más allá de los colores y las banderas, el martes de Champions dejó una sensación deprimente: todo decidido, ninguna emoción para la última jornada. Así que se agradeció la locura que se vivió el miércoles en el grupo B. El Inter, que había formado inicialmente con dos delanteros y sin extremos, acabó atacando desesperadamente con un sistema 4-1-5, mientras el Anorthosis-Werder Bremen se convertía en un homenaje a la verticalidad y una manifestación contra la contemporización (a nadie le valía el empate, ocasiones en las dos áreas, la victoria y la derrota tan cerca la una de la otra). Y como mandaba la irracionalidad, el desenlace contradijo todas las leyes de la lógica: el único equipo que perdió fue el único que se clasificó. E incluso el orgulloso Mourinho reconoció que su Inter no merece esta condición. Es una lástima que el partido del Weserstadion no vaya a ser dramático: las películas de misterio deben acabar con un sobresalto. La gran incógnita queda reservada en el duelo casi fratricida de Atenas entre Panathinaikos y Anorthosis, con un favoritismo evidente para los griegos, que pasan con un punto. Puestos a analizar el grupo, lo mejor es que nos fijemos en los entrenadores. Los cuatro están dando mucho que hablar.

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Anoche salió un tren de San Petersburgo a las 22:25. Un tren llamado R 57 con destino hacia el Sur. Uno de esos trenes viejos, de largo recorrido, que se quedan grabados en la memoria de los viajeros que permanecen en él desde el punto de inicio hasta el destino final. El tren baja hasta llegar a Bielorrusia por la parte Este: entra por Vitebsk y luego modifica su trayectoria. Del dibujo vertical se pasa al horizontal. Hay que cruzar el país de derecha a izquierda. A las 11:04, el tren se detuvo en Borisov. Subieron hinchas de un equipo de fútbol amarillo y azul. Poco más de una hora después, los eufóricos aficionados bajaron en Minsk. El hombre que vende café miró por la ventanilla. Este trayecto no suele tener grandes alicientes, pensó, pero hoy parece que el mundo se detenga en esta línea. Salimos anoche de San Petersburgo y la ciudad estaba expectante ante la llegada de un gigantesco club italiano. Pasamos ahora por Bielorrusia y hay jaleo por la visita de un mítico club español. Europa, que ignora este trenecito viejo, nos observa hoy con máxima atención. Pero Artem no se hizo grandes ilusiones. Sabía que la fiesta no la habían montado para él. El tren dejó atrás la gran ciudad, siguió su camino, y continuó hacia el Oeste. Quedaban aún ocho estaciones más hasta llegar a Grodno a las 19:43. Artem se va a perder el Zenit-Juventus, que le hacía ilusión, son muchos años viajando a San Petersburgo, despertándose cerca de los puentes. Al menos podrá ver el BATE-Real Madrid por la televisión nacional. Y pensará en esos hinchas que compartieron con él un ratito de tren. Un ratito que habrá que señalar en la historia de su vida: el momento en el que el R 57 fue un tren de Champions League.

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Abordemos el tema. Recibo llamadas y mensajes, leo artículos en blogs dispares, me cuentan que en la radio han dicho cosas. Peligra Wenger. ¿Debo escribir sobre eso? Es que si tengo que escribir sobre eso voy a buscar muchos datos, voy a hacer una lista y vamos a empezar a hablar de qué se le puede exigir a cada club, de qué papel tiene un técnico en la historia de una entidad, de qué significa que un manager mande más que un presidente. El acoso es monumental, como si medio mundo lo estuviera esperando. Se habla de crisis bochornosa y se apunta a un entrenador con crédito inagotable, pero nadie dirige su mirada hacia un capitán que ha hecho estallar una bomba atómica en el mismo vestuario. Que el Arsenal iba a perder en el City of Manchester Stadium era más o menos previsible: llegaba sin sus mejores jugadores, con Djourou y Gavin Hoyte teniendo que dar la cara contra Robinho sin un líder que los respaldara sobre el campo, con una acusación en el aire que indicaba que los gunners, entre ellos, se insultan y se pelean. ¿Debía Wenger dejar pasar el asunto sin intervenir? El alsaciano obró correctamente, por mucho que dejar a Gallas en casa supusiera prácticamente una derrota segura. Fue fiel a sus ideas: el largo plazo es el todo. No vayas a sacar un puntito hoy y el defensa central se vaya a creer que mañana puede ir otra vez a la prensa sa y contar que fulanito está enfadado con menganito y que el equipo no tiene espíritu. Pero da igual, no hablemos del Man City. Hablemos sólo de Wenger. Argumentemos por qué debe seguir en el Arsenal hasta que él quiera.

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Muchos se enteraron de la existencia de la Copa Confederaciones cuando Marc-Vivien Foé murió en Lyon el 26 de junio de 2003. Fue probablemente la primera vez que el torneo alcanzó una cuota mediática de primer orden. Sus precedentes en Arabia Saudí con el nombre de Copa del Rey Fahd no ayudaban a vender el producto desde un punto de vista deportivo: se veía como un invento para sacar dinero y que comprimía aún más un calendario internacional en el que los partidos se amontonaban sin espacio para el reposo. La última edición en 2005 sirvió para aumentar su prestigio, con una gran final entre Brasil y Argentina que acabó con goleada de la canarinha, empujada por su espectacular póquer en ataque: Kaká, Ronaldinho, Robinho y Adriano. La FIFA decidió entonces cambiar su periodicidad y ahora se jugará cada cuatro años, siempre el verano anterior al Mundial y en el país organizador del gran evento planetario. Se ha convertido en un ensayo para la organización, pero también promete grandes alicientes deportivos. La naturaleza del torneo garantiza -siempre que no renuncie alguno- la presencia de tres selecciones de primerísimo nivel: las campeonas del Mundo, de Europa y de Sudamérica. Con el impulso que está logrando el fútbol en el resto de continentes, el nivel global de la Copa Confederaciones -al igual que el del Mundial de Clubes- debe experimentar un ascenso constante. Juntar a los mejores supone caminar hacia una fiesta más global, sin tantas diferencias entre las potencias clásicas y los países emergentes. Por todo ello, estos dos torneos de la FIFA me gustan y me motivan. Y además rellenan en parte el espacio en blanco de los meses de junio de los años impares. Mañana se sortea la composición de los grupos de Sudáfrica 2009. Y creo que se ha hablado muy poco de ello. En el bombo de Johannesburgo, tres favoritas (Brasil, España e Italia), dos buenos equipos (Egipto y Estados Unidos), otros dos no tan buenos (Iraq y Sudáfrica) y un último sin opción alguna (Nueva Zelanda).

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¿Una jornada de amistosos internacionales cuando no hay compromisos oficiales hasta el año que viene? Muchos pueden pensar que el menú futbolístico de hoy aporta poco -o hasta que sobra-, pero si buscamos bien podemos encontrar alicientes interesantísimos en la jornada de este miércoles. He omitido de esta lista el debut de Maradona, ya comentadísimo en todos los medios de comunicación, y los estrenos de Juanma Mata y Fernando Llorente con España, dos grandes opciones de futuro para el equipo de Del Bosque. A continuación, una serie de motivos para engancharse a la jornada.

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Una de mis imágenes de la Eurocopa es la camiseta de Arda. Austria se sentía tan inferior a los demás, estaba tan acomplejada, que nunca nos rodeó una marea de orgullo nacional futbolístico en las calles de Viena. Sólo cuando habían empatado de penalti ante Polonia y tenían la posibilidad de eliminar a Alemania aparecieron los primeros hinchas vestidos de Ivanschitz o de Linz. Huérfana de un anfitrión que ejerciera como tal en la mitad de su territorio organizador, la competición requería un sustituto. Y allí estaba Turquía. La gran comunidad otomana que se encuentra repartida por Centroeuropa salió en masa a celebrar las victorias agónicas y épicas de su equipo, teñiendo de rojo los alrededores de los distintos brazos del Danubio -¿cuántos Danubios hay en Viena?-, uniéndose en torno a los tenderetes de kebabs, colapsando los s a la estación de metro de Schwedenplatz, dándole color a una noche demasiado tranquila. Aprendimos a pronunciar Türkiye en turco. De entre todas las camisetas, emergía la última tendencia, la que distinguía a los que estaban en la onda: la de Arda, con el 14. La de la joven promesa del Galatasaray que, con sus dos goles en la fase de grupos, se estaba convirtiendo en la revelación del torneo. Entonces, como siempre me pasa con los futbolistas jóvenes que triunfan y son idolatrados por las masas, pensé: qué grande debe ser ser Arda.

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Emile Heskey era la joven estrella del momento en Inglaterra. Tenía 22 años, acababa de impresionar en su primer partido como titular con los pross -¡en Wembley ante Argentina!- y era el símbolo de un Leicester City maravilloso que peleaba por entrar en los puestos europeos. Su traspaso a un gran club estaba cantado y acabó llegando un mes despues: en marzo del 2000. El fin de ciclo de los foxes se confirmó en verano, cuando Martin O'Neill abandonó la entidad para irse a Glasgow a entrenar al club de sus amores: el Celtic. El conjunto de las Midlands se la jugó y apostó por un técnico sin experiencia en el máximo nivel: Peter Taylor, que acababa de ascender al Gillingham a segunda división. A él le correspondía gastar el dinero ingresado por Heskey: 11 millones de libras, una barbaridad. Decidió invertir justo la mitad en el que iba a ser su sustituto, un delantero inglés de origen nigeriano llamado Ade Akinbiyi. Un atacante surgido de la cantera del Norwich que había tenido cierto éxito en equipos de categorías modestas. Llegaba procedente del Wolverhampton Wanderers, a donde había llegado para reemplazar a Robbie Keane. Esta etiqueta, la de hombre elegido para suplir a grandes nombres, es la mejor que le quedará en su carrera a Ade. Porque su paso por la Premier fue un desastre. Marcó once goles en 58 partidos en el club de Filbert Street, que lo acabó vendiendo tras el descenso a segunda por poco más de dos millones -era la mitad de lo que habían pagado, pero casi lo celebraron con champán-. Desde entonces, Akinbiyi pasó a ser un clásico de la League Championship -salvo por tres partidos que volvió a jugar en la máxima división con el Sheffield United, justo antes de que lo traspasaran-. Habíamos olvidado por completo su existencia, aunque su nombre siempre nos resultará familiar -por lo complicado que resulta recordar cómo se escribe-. Hasta que ayer volvió a reclamar nuestra atención con su gol en Stamford Bridge. El que forzó la prórroga que dio paso a los penaltis. El que empezó a originar la mayor sorpresa de la cuarta ronda de la Carling Cup.

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Si crees que es aburrido que volvamos a hablar del Arsenal, que resulta pesado, cansino y repetitivo, stop here. No sigas leyendo. He tenido en cuenta la opinión de un lector, que se reconoce gunner pre-wengeriano -y que imagino que luego será gunner post-wengeriano, algo que yo no puedo garantizar que vaya a ser, porque el mundo después de Arsène me parece uno de los grandes enigmas existenciales de este planeta-. Sí, la he tenido en cuenta. Mucho, además. He reflexionado sobre ella, porque siempre hay que valorar todas las opiniones -menos aquellas que faltan al respeto-. Y me he preguntado: ¿vas a hacerlo de nuevo? ¿Volverás a hablar del Arsenal? ¿A riesgo de que vuelvan a decir que este blog debería llamarse Planeta Arsenal? Pero, ¿qué otra opción tengo? Este blog personal, subjetivo, vive de las emociones. Analiza, intenta ser equilibrado, pero se inspira en aquello que más impacta a su autor. Y en esta noche de martes, sólo tengo una opción. Podría tener otras: si hubiera visto el Madrid-Real Unión, quizá le dedicara un post merecido al modesto que ha logrado la hazaña con la que soñamos todos los hinchas de un club de segunda B; si hubiera visto el Lyon-Metz, quizá escribiría sobre la sorprendente eliminación del dominador indiscutible en manos de un equipo de Ligue 2. Pero no: me fui a un pub -para sortear el diferido anunciado-, me comí una hamburguesa irlandesa, me pedí una cerveza de idéntica procedencia y me preparé para asistir a un show: Arsenal B-Wigan A. Veinteañeros contra profesionales experimentados. Y salí impactado. Por dos nombres. Jack Wilshere y Aaron Ramsey.

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Esta vez, el Napoli no había jugado bien. En la primera parte había sido un poco más que el rival. En la segunda, ya con ventaja, entregó la iniciativa a una Sampdoria plana y previsible, agarrada únicamente a las genialidades de Cassano. Tuvo incluso fortuna: primero con un gol mal anulado a il talentino, luego con dos balones rechazados en la misma línea. Reja se estaba suicidando con tanto repliegue, pero a día de hoy nadie duda de este equipo. Sin reprochar nada, la gente se limitó a esperar. ¿A esperar qué? A esperar que la cogiera Lavezzi. Y Lavezzi la cogió. Peleó un balón dividido con fe, se lo adueñó y empezó a conducirlo con ese trote tan característico, casi balaceándose –ese trote que hace enloquecer a San Paolo, ese trote que hizo campeón a San Lorenzo-. Y la jugada acabó en gol. Todo fue muy parecido al 1-0. Si antes lo había empujado a la red Mannini, ahora fue Zalayeta. Y nadie se preguntó si en el primer tanto el Pocho había querido chutar o asistió voluntariamente. Y nadie mencionó que en el segundo se benefició de un rebote.Sólo había una certeza: cuando la tiene Lavezzi pasan cosas. Cuando la tiene Lavezzi se oye un murmullo. Cuando la tiene Lavezzi el gol está cerca. Cuando la tiene Lavezzi la hinchada sueña con un Napoli campeón.

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Sábado 15 de mayo de 2004. Estadio Gaston Petit de Chateauroux. Final del Europeo sub-17: Francia-España. Cesc Fàbregas descubre que si le das el balón a Samir Nasri en la frontal del área, el marsellés es capaz de decidir un partido con su golpeo de balón. En esa ocasión, el talento del pequeño canterano del OM jugó en contra del catalán, que tuvo que conformarse con la medalla de plata. Pero muchos sábados después, un 8 de noviembre de 2008, el de Arenys quizá recordó aquel momento cuando se giró y asistió de maravilla a Samir, que había encontrado un hueco libre tras un magnífico movimiento en diagonal de Theo Walcott. Esta vez, Cesc celebró que aquel al que llamaron le petit Zizou fuera tan certero en la ejecución. Cuatro años antes eran promesas enfrentadas y hoy son realidades aliadas. De su combinación nació el triunfo de un baby Arsenal que respondió a los más críticos. Ganó al campeón de Europa sin sus dos delanteros titulares. Lo hizo gracias a su mejor arma: la calidad de los centrocampistas ofensivos. La elegancia de los playmakers del 87.

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