Certificó el Barça su triplete siendo fiel a sí mismo: arrollando, impresionando, convenciendo incluso a los últimos dudosos. Su tercera Copa de Europa es quizá la que mejor sabe: la que ha ganado con mayor holgura, con una perfección en su fútbol más continua y regular; la que ha conquistado con un sello propio de identidad ya no sólo en el estilo, sino también en la denominación de origen de su columna vertebral. En los tiempos en los que se discute el 6+5, cuando muchas voces apuntan que sería un retroceso para el mundo del fútbol, el gigante catalán ha demostrado que el equipo más fuerte se puede construir con gente de la casa, fabricando talento, con horas de trabajo y dedicación por parte de entrenadores anónimos de categorías inferiores. Hay muchos casos en los que los jugadores foráneos se implican y acaban siendo tan queridos como los de la propia ciudad o región, pero es innegable que el producto propio asegura el compromiso y la conexión con la grada desde el primer momento, desde el día del debut. Lo que otros adquieren con el tiempo, ellos lo llevan inscrito como condición natural. Es éste, por lo tanto, el triunfo del 7+4, la mejor propaganda electoral para los planes de Blatter. Y el arquitecto de todo ello ha sido también un entrenador autóctono. Si eres del Barça, no puedes pedir más.

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Los campeones de las dos ligas más fuertes del mundo. Los equipos de los dos cracks del momento, de las dos estrellas que compiten por el título honorífico de mejor jugador del planeta y por marcar una época. Los dos conjuntos más convincentes de Europa. El técnico que lo ha sido todo y el que puede serlo -y aquí el verbo poder se refiere a la capacidad, y no a la posibilidad-. La UEFA ha logrado que la final de la Champions League sea el acontecimiento anual del año en el mundillo del fútbol. El producto es un éxito absoluto.

En esta vida en la que todo se discute, en la que incluso los genios encuentran a alguien que los acusa de mediocres, nadie se atreve a poner en duda la trascendencia de la Copa de Europa. Desde la musiquilla a la estética del logo, todos los detalles transmiten un ideal de calidad, una aspiración de perfección, la esencia de la palabra TOP. Es lo que todos soñamos: los hinchas de los equipos grandes, ganarla; los de los equipos medianos, pasar unas cuantas rondas; los de los pequeños, que haya un milagro mayúsculo una vez en la vida y llegar a jugarla. Son éstas horas de expectación. El aficionado neutral desea disfrutar con el espectáculo y sabe que no encontrará más nivel en ningún sitio. Quizá sí más goles, más oportunidades, más velocidad. Pero aquí se garantiza la profesionalidad máxima, los controles bien hechos, las marcas académicas, los posicionamientos de manual.

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El descenso del Newcastle es, como no podía ser de otra forma, el asunto del día en Inglaterra. Las columnas de opinión se dedican a analizar el desastre del tercer club que más gente lleva a su estadio en el país -y, como tampoco podía ser diferente, no ahorran dureza alguna en sus comentarios-. Se pone mucho énfasis en un aspecto: el club se ha gestionado con más corazón que cabeza, con voluntad pero sin tener un plan deportivo claro y estructurado. No se le puede negar al multimillonario Mike Ashley que ha puesto empeño e ilusión, pero ha acabado sucumbiendo a su propia caricatura: la del hincha vestido con la camiseta del club bebiendo cerveza con los amigos, muy lejos de la aparente frialdad que un dirigente necesita para tomar las decisiones correctas. No le han salvado ni los grandes mesías de la patria. Se entregó a Kevin Keegan y a Alan Shearer, idolatrados en Saint James' Park y víctimas de una nula planificación. Una plantilla desequilibrada, viejas glorias sin rendimiento actual, lesiones de jugadores importantes y una creciente sensación de haber caído en un pozo sin salida han condenado a un club de masas a jugar en segunda. Siempre ocurre en estos casos: la afición jura fidelidad y se convierte en el mayor activo de la entidad. Lo he podido comprobar esta tarde cuando Simon, un hincha del Newcastle que vive en Barcelona, se ha presentado en la oficina con la camiseta de su equipo. No lo había hecho nunca, pero hoy tocaba. Con orgullo, porque uno debe presumir de amor a unos colores sobre todo el día que pierde.

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Creo que sucedió cuando Andrés D'Alessandro llegó a Wolfsburgo. Era la temporada 2003-2004 y entonces mi obsesión pasajera consistía en subscribirme a los correos de noticias de todos los equipos de fútbol del continente. Duró poco, desistí a las primeras de cambio tras entender que aquello era abusivo. Sin embargo, llegué a dejar mi mail en las bases de datos de algunos clubes. Uno de ellos, el Wolfsburgo. ¿Por qué? Porque por aquel entonces, tras la llegada del "cabezón", se escribió que aquel era el primer paso de una aventura que convertiría al conjunto de la Volkswagen en uno de los más importantes de Europa. Yo quería estar a la última de aquello, así que me apunté enseguida a una opción que me permitía recibir cada semana en mi correo la información sobre el equipo en inglés. Desde ese momento, ha llegado regularmente a mi hotmail un mensaje con el siguiente encabezamiento: Vfl Wolfsburg Newsletter. Abrí unos cuantos, pero pronto me cansé. No parecía cumplirse la profecía del despegue. El Wolfsburgo dejó de ser especial en mi vida y volvió a ser uno más. Y durante años, cada siete días, borraba inmediatamente el mail sin llegar a abrirlo. Nunca anulé la subscripción, más por pereza que por otra cosa. El lunés pasado, leí una vez más ese título rutinario: VfL Wolfsburg Newsletter. Iba a darle a delete, pero luego me di cuenta de lo que significaba ese correo. ¡Que van a ganar la liga! Quizá deberías entrar... Y entré. Más de cuatro años después, entré en un newsletter del Wolfsburgo. El lunes que viene lo volveré a hacer. Son campeones de Alemania.

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Pasan las horas y se hace aún más incomprensible la alineación que sacó anoche mi irado Thomas Schaaf en Estambul. La presencia de Peter Niemeyer para formar un doble pivote junto a Frank Baumann anuló por completo la personalidad habitual del Werder Bremen. Hay algo peor que perder una final: perderla no habiendo sido fiel a ti mismo. Es lo que le ocurrió al conjunto alemán, excesivamente miedoso: renunció a su alegría, nunca se sintió cómodo. Pudo ganar con un cabezazo de Pizarro, pudo empatar tras el doloroso 2-1 en un par de acciones directas, pero la sensación siempre fue negativa, de merecer la derrota por ofrecer una versión tan distinta. En la otra cara de la moneda, un Shakhtar que hizo exactamente lo opuesto: también sorprendió con su once, pero lo hizo por su valentía, por su atrevimiento. Su baño de los primeros veinte minutos no se perpetuó, pero la lógica se impuso por el número de jugadores que podían inventar algo distinto.

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La final se juega en el país de sus padres y en el estadio del club del que él era hincha en su niñez. Soñó jugar algún día en el Sükrü Saracoglu y lo hará en el partido más importante de su carrera. Por si fuera poco, con una responsabilidad añadida: ocupará la posición del sancionado Diego Ribas, la estrella del equipo, y ya ha sido señalado por sus compañeros como el principal argumento para ganar. Todo ello le sucederá a los veinte años y deberá asumirlo con la misma madurez con la que juega su conjunto. Hay muchas razones para esperar con ilusión la última final de la UEFA Cup de la historia, pero quizá la principal se llame Mesut Özil.

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Manchester United e Inter. Los dos campeones de las dos ligas extranjeras más importantes son los mismos que el año pasado. Y que el anterior. Se diría que sus títulos se esperaban desde hace meses y que por lo tanto no constituyen grandes sorpresas. Sin embargo, antes de empezar la temporada había motivos evidentes para pensar que su dominio estaba en peligro: un Chelsea potente, un Liverpool reforzado, un Milan sin Champions y con una prioridad indiscutible en la Serie A... Por todo ello, hay que reconocer una vez más el mérito de dos clubes que han sabido pelear contra la complacencia, que han tenido el hambre suficiente para seguir compitiendo con el mismo ímpetu que los outsiders.

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El fútbol alemán está de moda. Después de que el Werder Bremen y el Hamburgo protagonizaran la semifinal europea más abierta y atractiva del año, la Bundesliga llega a su desenlace con cuatro candidatos al título separados por sólo dos puntos. Por si no hubiera suficientes asuntos de debate, el baile de los técnicos añade elementos de interés: aún no se ha resuelto el presente, pero la gente ya especula sobre el futuro. ¿Cómo será el Bayern de Van Gaal? ¿Y el Schalke de Magath? ¿En serio que Schaaf puede dejar el Bremen? Al mismo tiempo, por si alguien lo dudaba, la perspectiva de un futuro brillante se refuerza con la portentosa actuación de la selección sub-17, la mejor hasta ahora del Europeo que se está disputando en el propio país.

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Anoche volví a la web del Guingamp. Qué recuerdos. Un vídeo musical en verano del 2003 en el que, con una canción de Patrice de fondo, el mundo descubría a Didier Drogba y a Florent Malouda, las dos estrellas desconocidas de un equipo de pueblo que, increíblemente, estaba en primera división. Unas cuantas visitas más cuando me pidieron opinión sobre cómo debería ser una web de un club modesto y la puse como ejemplo. Ahora, un regreso para conocer cómo es la euforia más exagerada, aquella que llega con el triunfo inesperado, cuando el pequeño logra ser campeón. Crónicas de locura colectiva en Côtes-d'Armor, instantáneas de un privilegio y de un sueño: bañarse en la lujosa piscina del vestuario de Saint Denis con una Copa recién ganada. La victoria de todos los tiempos, porque mientras los grandes viven pensando en el palmarés y se comparan con sus rivales, los pequeños saben que con una vez es suficiente. Para todos los hinchas del Guingamp, lo de anoche justifica toda una vida siguiendo a su equipo. Aunque descienda al fútbol amateur, aunque nunca vuelva a pisar los caminos de la gloria, siempre podrá decir que en 2009 conquistó Francia. Felicidades.

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En numerosas ocasiones se me ha preguntado en las charlas de los viernes por qué Andrés Iniesta no recibe a nivel internacional el reconocimiento que sí obtiene en España. Por qué su nombre no aparece nunca entre los candidatos al Balón de Oro o al Fifa World Player. Y yo acostumbro a responder que en este tipo de galardones se valora más al jugador con influencia en el resultado que al que escribe el guión de los partidos en términos de dominio territorial o de fútbol de asociación. Y creo que la última vez añadí que lo que le faltaba al fantástico centrocampista de Fuentealbilla para lograr un renombre planetario era marcar un gol o dar una asistencia impactante en un partido decisivo de un gran torneo. Ser productivo en una cita gigantesca. Pues bien, ese momento ha llegado, y ya no tengo dudas de que sí, este año veremos el nombre de Iniesta entre los diez mejores clasificados de los trofeos individuales -y más arriba aún si el Barça gana en Roma-. Podría ser, incluso, que Lionel Messi tenga que agradecerle el premio al manchego en caso de ser elegido ganador. El argentino, que a día de hoy es el futbolista más desequilibrante del mundo, había firmado su segunda actuación discreta en la eliminatoria, perdiendo de un plumazo más de la mitad de posibilidades de ser coronado en diciembre. Y es que estos galardones se deciden en estos partidos, cuando hay más focos, y no entienden mucho de regularidad -lo puede afirmar Kaká-. El golazo de Iniesta mantiene vivo a Messi en esta pugna, otro aliciente añadido para una final que se presume memorable.

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